jueves, 23 de mayo de 2013

CATFISH



 Catfish fue una de las películas sorpresa de Sundance 2010, un documental dirigido por Henry Joost y Ariel Schulman, que ahondaba en la platónica relación amorosa de Nev –hermano de Ariel– y Abby, una bella joven que conoció a través de Facebook, pero que resultó no ser exactamente lo que prometía. Catfish detalla el proceso de investigación de Nev hasta su primer encuentro con Abby, reflexionando sobre las relaciones virtuales, lo permisivas que son las redes sociales a la hora de “jugar” con la identidad propia y, sobre todo, la imperiosa necesidad de alguna clase de contacto humano, por más artificial que sea. Más allá de cierta polémica alrededor de su veracidad, la película brilla por el carisma de Nev, que va descubriendo junto al espectador cada uno de los pequeños indicios que lo llevan a la verdad. Dos años después, Nev y su Catfish –cuya traducción literal sería “bagre”– dan el salto a la pantalla pequeña, con una serie que replica la estructura de la película, mientras insiste en aplicar su título como término definitorio para la práctica moderna de esconderse detrás de una identidad falsa, más allá de lo espurios –o no– que puedan ser los objetivos deseados.

 Allí va Nev, acompañado por su amigo Max, camarógrafo y cable a tierra, ayudando a la gente a descubrir por qué su “alguien especial” internético se rehúsa a un encuentro tète-a-tète, a concretar la cuestión. Falsos perfiles, fotos robadas de cuentas de Facebook ajenas, llamadas telefónicas de carácter maratónico, conversaciones interminables sobre experiencias inexistentes y sentimientos de dudoso asidero: un catálogo de accionares que definen las nuevas pasiones virtuales. “Catfish, la película, era sobre mí. Catfish, el show, es sobre vos”, aclara el conductor, devenido en experto detective “wébico” y cabal Doctor Amor. En su derrotero se encontrarán con toda clase de casos: gente enamorada de personas que no existen –o de “exageraciones” de otras–, venganzas por historias pasadas, culposos amores “verdaderos” con engaño de por medio, mucha baja autoestima y un sinfín de motivos para cada accionar. Y allí es donde el show supera su propia premisa inicial, cuando logra que los catfishers de cada caso expliquen sus porqués, qué es lo que lleva a alguien a tomarse el tremendo trabajo de inventarse una personalidad, una vida y un universo entero –a veces, con cómplices–, con tal de conectar con el otro. La variedad de los casos y sus motivaciones es sorprendente y no hace más que confirmar que el mundo está loco, loco, loco.
Ahora bien, teniendo en cuenta la dudable veracidad de varios de los programas de MTV –en los que abundan los realities preguionados–, se podría sospechar de la absoluta autenticidad de los casos de Catfish aunque, sin embargo, esto no arruinaría del todo el resultado: la estructura televisiva versus un sondeo de las relaciones 2.0, en las que lo fraudulento no siempre atenta contra lo pasional. Por más descabellados que sean las historias, hay humanidad detrás de ellas. Una vez más: la necesidad de contacto humano de cualquier tipo es lo que reina. Por otro lado, Catfish: The TV Series es un inmejorable punto de partida para que los estudiosos debatan sobre los límites y diferencias entre el documental, el reality show, la realidad falseada y/o exagerada en pos del espectáculo y cuanto etcétera pueda aparecer en el medio del medio.
Tras una exitosa primera temporada –a la que la providencia mediática le regaló el caso real de un jugador de futbol americano víctima de catfishing, disparando el rating al infinito– la continuidad del programa está asegurada. Historias sobran.

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